
No hubo día ni noche en que la voz de esta mujer de mármol negro no se apareciera en mi cabeza. Cantar tres de mis canciones favoritas le bastaba para convertirse en mi mejor evocación de sueño despierto. Y qué decir de mis amores imposibles... yo aprendí a dejarlos ir, escuchando a Whitney (Ya saben, eso de que I WILL ALWAYS LOVE YOU)... sin miedo a ser cursi, además, porque no se puede ni se debe ser tan idiotamente intelectual las 24 horas, y porque se necesita también que la carne, de vez en cuando, prevalezca...
Cantaba la Houston en la radio, en la TV y en los estéreos personales de cada vez menos gente inteligente (porque cada vez hay menos, me disculpan), y uno, melómano al fin, se dejaba llevar porque de pequeños defectos está construido el paraíso, esos defectos que se llaman droga, alcohol, una pareja horrible y una vida horrible, un reconstruirse de nuevo cada día... y habrá quien la critique, pero de qué se puede acusar a esta mujer. Supo cantar tres canciones que me rompieron la vida, para después unirme los pedacitos con la voz.
Todo te lo perdono, Whitney. Las drogas, la eterna borrachera. El marido imbécil, los golpes que tanto soportaste. El perder esa voz de ángel caído a manos de la juerga. El echar tu carrera por la borda, y hasta los gallos en público en tus últimos conciertos. Te lo perdono todo. Todo menos morirte. Porque morirse, señora, es una porquería que Dios nunca debiera permitirle a gente como usted.